ABORTO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA
En el debate sobre el aborto suelen distinguirse dos
controversias. La primera consiste en discutir si el feto es una persona moral
desde la concepción, una criatura con derechos e intereses propios de igual
importancia que los de cualquiera otro miembro de la comunidad. La segunda es
una cuestión diferente: consiste en saber si el aborto es moralmente incorrecto
porque daña el valor, la santidad o inviolabilidad de la vida humana.
Entiendo que el debate en torno al aborto es, en el
fondo, del segundo tipo. Es un debate acerca de cómo y por qué la vida humana
tiene un valor intrínseco y sobre qué consecuencias se derivan de eso para las
decisiones políticas y personales. Y debe ser del segundo tipo por dos razones.
En primer lugar, porque el feto inmaduro -en su primera etapa de gestación, por
lo menos- carece de vida psíquica y, por tanto, sería incapaz de poseer
intereses y derechos, además de que la utilización del concepto “persona moral”
es lo suficientemente ambiguo e ineficaz como para ser útil en el debate.
Dicho esto, en realidad, lo imprescindible en el
debate sobre el aborto (y esta es la perspectiva de análisis que ha mantenido
el filósofo Ronald Dworkin) es encontrar un lugar intermedio, un terreno común
-la convivencia en discrepancia- entre posturas conservadoras y liberales que
la discusión sobre los derechos o intereses del feto no ofrece. Así pues, si
exploramos un poco el valor -la santidad o inviolabilidad- de la vida humana,
podemos observar que tanto conservadores como liberales comparten
intuitivamente y explícitamente la idea general de que la vida humana posee un
valor objetivo e inviolable que hace que el aborto sea considerado por todos
como un asunto de especial relevancia y complejidad moral. Esto es: hay algo
que une ambas dos posturas, en principio irreconciliables, y es el compromiso
con el valor de la vida humana independientemente de que se produzcan
desacuerdos sobre la interpretación religiosa o laica de esa idea común.
Por tanto, y dado que las diferencias o desacuerdos
reales en torno al aborto son de índole espiritual
y afectan a la conciencia de las personas, parece intuitivamente atractivo y
jurídicamente fundamentado que un Estado democrático respete la libertad de
conciencia y (por consiguiente) de elección en materia de aborto no imponiendo
a sus ciudadanos juicios colectivos o uniformes que conciernen a convicciones
espirituales.
Llegados a este punto, pienso que el reciente
proyecto de ley del aborto no protege este aspecto tan relevante. Es más, lo
infringe de una manera solemne. Dada la carencia actual de consenso político
sobre el tema del aborto, además de la complejidad de su problemática que
reflejan las diferentes posiciones ideológicas que se posicionan a favor y en
contra del mismo, junto con la diversidad de creencias seculares o religiosas
mantenidas por la ciudadanía (antes comentadas), sería exigible una regulación
legal cimentada en unos mínimos consensos que, partiendo de las distintas
sensibilidades y enmarcados en un Estado aconfesional como es el nuestro, pueda
resolver y afrontar el complejo problema del aborto.
Con otras palabras: dado que tanto la libertad como
la igualdad y el pluralismo político son los valores superiores consagrados en
nuestra Constitución y, como tales, deben impregnar todo nuestro ordenamiento
jurídico, se exige que cualquier regulación en materia de aborto deba
articularse a partir del reconocimiento de la libertad de decisión y de la
preservación escrupulosa de la libertad de conciencia que garantice la
pluralidad de intereses de todas las mujeres.
Y que dicha regulación no se fundamente en los principios morales
extraseculares y religiosos que algunos defienden –legítimamente- pero que ni
pueden ni deben exigir a los demás ciudadanos.
Artículo
publicado en el diario El Progreso el 22 de febrero de 2014 (traducción al
castellano del propio autor)
Autor: Elías Pérez Sánchez (Grupo Doxa de Filosofía)