martes, 19 de agosto de 2014

A FUNCIÓN SOCIAL DUNHA BIOÉTICA DE PROTECCIÓN


“A FUNCIÓN SOCIAL DUNHA BIOÉTICA DE PROTECCIÓN”


A ortodoxa bioética contemporánea, reconvertida ultimamente en bioética global, pretende resolver os conflitos orixinados polas ciencias da vida a través dos consabidos Principios de Georgetown (autonomía, beneficencia, non maleficencia e xustiza). Devanditos Principios recibiron severas críticas sobre todo no ámbito bioético latinoamericano, por insuficientes, e porque exaltaban a moral individualista diluíndo a idea de xustiza social, e pola dificultade de elaborar un estatuto epistemológico claramente definido dos mesmos.
Nos últimos tempos xurdiu a expresión bioética da protección formulada inicialmente polos filósofos Miguel Kottow e Fermín R. Schramm, coa finalidade de tentar dar conta dos conflitos e dilemas morais relacionados coa saúde pública e o recoñecemento de facto dos dereitos humanos, sobre todo en América Latina, e que dificilmente poden ser resoltos polo patrón norteamericano da bioética principialista.
 A bioética da protección, stricto sensu refírese ás medidas a tomar para protexer a individuos e poboacións que non dispón de recursos que lles garantan as condicións indispensables para levar adiante unha vida digna e que moitas veces son excluídos da comunidade política e das políticas dos dereitos humanos. Lato sensu é máis ambiciosa: aínda que outorga prioridade aos intereses dos máis desamparados ofrecendo un contido concreto ao ideal de xustiza social, tende tamén a pensarse teleolóxicamente e de acordo coa terminología defendida por Derrida, como a ética dunha nova “forma de cosmopolitismo” e dunha “democracia futura” fundamentada na “hospitalidade incondicional” ou universal, como diría Kant.

miércoles, 14 de mayo de 2014

ARISTÓTELES, ADAM SMITH Y EL PODER DEL DINERO


En el debate llevado a cabo en la Grecia antigua sobre las condiciones de la buena vida, ningún filósofo destacado identificaba el éxito personal y colectivo con el acopio de las riquezas materiales. En la República de Platón sólo los artesanos trabajarían con el fin de acumular bienes y abastecer a la polis, mientras que tanto a los guardianes como a los gobernantes se les negaba la propiedad privada. En realidad, Platón entendía que los gobernantes serían los encargados de dirigir la polis con justicia y sabiduría si se encontraban libres del efecto corruptor del dinero.
Por supuesto, esta propuesta utópica no salió adelante de la manera prevista por Platón y ni siquiera su discípulo Aristóteles la apoyó. Este último, coherente con su distinción entre el sentimiento natural del amor hacia uno mismo y el egoísmo, defendía en su Política la necesidad de conseguir los medios de vida necesarios para satisfacer las necesidades supervivenciales (economía doméstica) frente a la antinatural y deshumanizadora acumulación ilimitada de riquezas y la adquisición del dinero por el dinero mismo.
En el libro La Riqueza de las Naciones, Adam Smith sostenía la tesis de que la riqueza en una economía de mercado consistía en superar a la competencia con el fin de satisfacer los deseos de los consumidores y justificaba las desigualdades resultantes de la persecución de la riqueza bajo un sistema de libre empresa. Smith defendía el afán por acumular propiedades y dinero junto con los placeres egoístas que generaban tal provisión, siendo la libertad irrestricta del mercado (el "laissez faire" liberal) junto con la "mano invisible" los pilares esenciales del funcionamiento de la economía y del mantenimiento de la orden social.
Dejando Platón al margen, el enfoque aristotélico es excelente, salvo que hoy en día los especuladores demuestran ser más poderosos que la buena intención de Aristóteles quien, basándose en criterios de proporcionalidad, prudencia y justicia distributiva, proponía que el capital estuviera al servicio del hombre y no al revés. Con otras palabras: en el universo filosófico aristotélico se definía la vida (humana) en términos de lo que las personas son y hacen y no de lo que tienen por lo que la riqueza no era, precisamente, el bien que el hombre debía buscar sino un mero instrumento -en último caso- para conseguir otros fines más elevados.
Puesto que el mundo económico tuvo más en consideración a Smith que la Aristóteles, no podemos sorprendernos de las consecuencias perversas de dicha elección. Al entender que la eficiencia económica puede cimentarse sobre el egoísmo humano y el interés propio, además de las desigualdades sociales nos encontramos con lo que Ignacio Ramonet denominó la "práctica (ya banalizada) de la corrupción global de dimensión estructural", es decir, la corrupción y la actividad delictiva global como cimiento fundamental del capitalismo. Y así estamos. Mientras, Aristóteles ni está ni se le espera.
(Artículo publicado en "El Progreso" el día 10-IV-2014. Traducción al castellano)

lunes, 24 de febrero de 2014

ABORTO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA


ABORTO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA

En el debate sobre el aborto suelen distinguirse dos controversias. La primera consiste en discutir si el feto es una persona moral desde la concepción, una criatura con derechos e intereses propios de igual importancia que los de cualquiera otro miembro de la comunidad. La segunda es una cuestión diferente: consiste en saber si el aborto es moralmente incorrecto porque daña el valor, la santidad o inviolabilidad de la vida humana.
Entiendo que el debate en torno al aborto es, en el fondo, del segundo tipo. Es un debate acerca de cómo y por qué la vida humana tiene un valor intrínseco y sobre qué consecuencias se derivan de eso para las decisiones políticas y personales. Y debe ser del segundo tipo por dos razones. En primer lugar, porque el feto inmaduro -en su primera etapa de gestación, por lo menos- carece de vida psíquica y, por tanto, sería incapaz de poseer intereses y derechos, además de que la utilización del concepto “persona moral” es lo suficientemente ambiguo e ineficaz como para ser útil en el debate.
Dicho esto, en realidad, lo imprescindible en el debate sobre el aborto (y esta es la perspectiva de análisis que ha mantenido el filósofo Ronald Dworkin) es encontrar un lugar intermedio, un terreno común -la convivencia en discrepancia- entre posturas conservadoras y liberales que la discusión sobre los derechos o intereses del feto no ofrece. Así pues, si exploramos un poco el valor -la santidad o inviolabilidad- de la vida humana, podemos observar que tanto conservadores como liberales comparten intuitivamente y explícitamente la idea general de que la vida humana posee un valor objetivo e inviolable que hace que el aborto sea considerado por todos como un asunto de especial relevancia y complejidad moral. Esto es: hay algo que une ambas dos posturas, en principio irreconciliables, y es el compromiso con el valor de la vida humana independientemente de que se produzcan desacuerdos sobre la interpretación religiosa o laica de esa idea común.
Por tanto, y dado que las diferencias o desacuerdos reales en torno al aborto son de índole espiritual y afectan a la conciencia de las personas, parece intuitivamente atractivo y jurídicamente fundamentado que un Estado democrático respete la libertad de conciencia y (por consiguiente) de elección en materia de aborto no imponiendo a sus ciudadanos juicios colectivos o uniformes que conciernen a convicciones espirituales.
Llegados a este punto, pienso que el reciente proyecto de ley del aborto no protege este aspecto tan relevante. Es más, lo infringe de una manera solemne. Dada la carencia actual de consenso político sobre el tema del aborto, además de la complejidad de su problemática que reflejan las diferentes posiciones ideológicas que se posicionan a favor y en contra del mismo, junto con la diversidad de creencias seculares o religiosas mantenidas por la ciudadanía (antes comentadas), sería exigible una regulación legal cimentada en unos mínimos consensos que, partiendo de las distintas sensibilidades y enmarcados en un Estado aconfesional como es el nuestro, pueda resolver y afrontar el complejo problema del aborto.
Con otras palabras: dado que tanto la libertad como la igualdad y el pluralismo político son los valores superiores consagrados en nuestra Constitución y, como tales, deben impregnar todo nuestro ordenamiento jurídico, se exige que cualquier regulación en materia de aborto deba articularse a partir del reconocimiento de la libertad de decisión y de la preservación escrupulosa de la libertad de conciencia que garantice la pluralidad de intereses de todas las mujeres.  Y que dicha regulación no se fundamente en los principios morales extraseculares y religiosos que algunos defienden –legítimamente- pero que ni pueden ni deben exigir a los demás ciudadanos.
Artículo publicado en el diario El Progreso el 22 de febrero de 2014 (traducción al castellano del propio autor)

Autor: Elías Pérez Sánchez (Grupo Doxa de Filosofía)