El debate sobre la
obligatoriedad de la vacunación contra el coronavirus sigue latente y se
mantiene todavía con más fuerza en los últimos meses a nivel nacional e
internacional. El debate se centra, sobre todo, en si esta decisión vulneraría
la libertad individual y si se trataría de una decisión paternalista, aunque la
discusión tiene varias aristas: por un lado, el posible encaje legal, por otro,
si es ético exigir la vacunación a toda la población (no susceptible de claros
efectos colaterales que la desaconsejen) y, finalmente, si es conveniente desde
el punto de vista social una decisión de tal calibre.
Una de las objeciones a la obligatoriedad de la vacunación es
la defensa de la libertad individual. Dado que en el ámbito sanitario el
ciudadano es libre para tomar decisiones estrictamente personales e íntimas, la
exigencia de la vacunación crearía una suerte de “mártires de la libertad” e,
incluso a sabiendas de que la no vacunación de una persona podría poner en
peligro “su” salud y “su” vida, cualquier exigencia externa sería una forma de
injerencia paternalista.
Sin duda, este argumento sería cuestionable ya que semejante intelección de la libertad (esa libertad “cervecera” a la que aluden determinados líderes políticos) omite que el epicentro de la libertad es
la responsabilidad y la solidaridad. John Stuart Mill en el s.XIX lo dijo claramente a través del conocido “principio del daño”, la formulación clásica del ideal de una sociedad liberal (que, por supuesto, encajaría con cualquier modelo de vida comunitarista): ciertamente sobre su vida, su mente y su cuerpo el individuo es soberano, no obstante, el principio que nos capacita para demarcar la esfera de la libertad individual fuera de la del estado o la ley, y ponerle límites, es el daño que una conducta pueda producir a los demás, por tanto, si los actos de una persona dañan a otras o les impiden o inhiben de ejercer su libertad personal podría intervenir el Estado a través de la ley. Está demostrado que la ausencia de vacunación puede producir daño individual y contagio a terceras personas, provocando así un perjuicio claro a la salud pública, por lo que el no vacunado por rechazo (excluyo en esta argumentación a aquellos no vacunados que se sitúan al margen de la cobertura sanitaria por motivos sociales o políticos) debiera ser vacunado, agotados, por supuesto, los recursos previos de concienciación social, generación de confianza en las vacunas, demostrado -ya con evidencias- el cálculo coste-beneficio de la vacunación y el hecho de que la vacuna no confiere inmunidad esterilizante. No se trataría tampoco de una coacción paternalista, por otra parte. En realidad, ejemplos puros de interferencias paternalistas coactivas serían, de acuerdo con Gerald Dworkin, la obligatoriedad de la utilización del casco en moto o bicicleta, del cinturón de seguridad en el coche, la prohibición del baño en las playas públicas en ausencia de los socorristas de guardia, etc. (y que suponen un riesgo exclusivamente individual). Tales conductas son ya asumidas de modo masivo y racional puesto que su cumplimiento exige un esfuerzo individual insignificante en comparación con los beneficios que pueden producir.El
paternalismo tiene una finalidad benevolente en tanto que implica la promoción
de un beneficio al sujeto coaccionado por lo que la obligatoriedad de la
vacunación no debiera ser considerada una medida paternalista. Recordemos que
el principio de Mill otorga validez a las relaciones sociales que involucran
coacción (moral, física o jurídica) solamente en la medida que su propósito
consiste en la prevención de daños a terceros. Y esto entronca con el debate
jurídico. Observando los artículos constitucionales relativos al derecho a la
vida (art.15 CE), a la libertad física (art.17.1), a la intimidad personal
(art.18.1) y la Ley Orgánica 3/86 (de Medidas Especiales en Materia de Salud
Pública) que en su art. 2 establece que las autoridades podrán tomar las
medidas necesarias para preservar la salud pública siempre que racionalmente se
encuentre en peligro como pudiera ser una epidemia que pueda poner en peligro
la situación sanitaria de la población, se podría concluir que la vacunación
debiera ser obligatoria y conveniente y que esa obligatoriedad y su carácter de
excepcionalidad exigirían que tal medida tuviera una vigencia temporal, siempre
con la finalidad de preservar a toda costa la salud pública e impedir, como
decía Mill, un abuso obsceno de una libertad insolidaria e irresponsable.
(Artículo publicado en "El Progreso" de Lugo el 9 de octubre de 2021)
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